La gracia de la penitencia

D. Tomás Minguet Civera, Pbro.

El Bautismo de Cristo, de Juan Fernández de Navarrete «el Mudo» (c. 1567), óleo sobre tabla. Extraído de la colección digital del Museo del Prado.

«Poenitentiam agite», haced penitencia (Mt 4, 17; cf. Mc 1, 15). Estas palabras escuetas y aparentemente desabridas, son, ni más ni menos, que el comienzo de la predicación de Nuestro Señor Jesucristo. Así, en consonancia con san Juan Bautista (cf. Mt 3, 2) y alejado de algunas estrategias contemporáneas de evangelización y de «primer anuncio», ajeno a todo marketing, nuestro Maestro no empezó su ministerio hablando del amor de Dios ni de las pruebas de su existencia ni captando la benevolencia de sus interlocutores. No, simplemente dijo: «Haced penitencia… porque está cerca el reino de los cielos».

Este imperativo, empero, aunque algo agresivo a nuestros delicados oídos contemporáneos, no fue percibido por quienes lo escucharon como un agrio mandato que empañaba la alegría de vivir o como una ominosa condición puesta por un dios sádico para darnos su perdón. Justo al revés. Al fin, Dios mismo estaba brindando la posibilidad de hacer aquello que demanda nuestro corazón. El triste tiempo en que no se podía hacer una penitencia adecuada había terminado.

De hecho, cuando a los pocos años de estas palabras, san Clemente I, tercer Papa después de san Pedro, discípulo y coetáneo de los Apóstoles, escribió su famosa Carta a los Corintios (fines del siglo I), nos sorprendió hablando de «la gracia de la penitencia para todo el mundo» como uno de los frutos de la Redención. ¡Poder hacer penitencia es comprendido por la Iglesia Apostólica como una gracia, como un regalo divino! Y con toda razón. Porque en sana lógica y en cabal conocimiento de lo que son las cosas, sin la vivencia de la virtud de la penitencia, el gratuito y misericordioso perdón de Dios, alcanzado por Cristo en su santísima Pasión, no sería operante en nosotros. Es una muy Buena Noticia que la criatura deba y pueda hacer penitencia por sus pecados. Que haya llegado el tiempo, ¡por fin!, en que arrepentirse tenga cabida y sentido. Se entiende que esto alegre a los ángeles, como testimonia el Señor (cf. Lc 15, 10).

Completando la idea, el santo Pontífice explica que Dios «de generación en generación, concedió un tiempo de penitencia a los que deseaban convertirse a Él». Asimismo, antes de exhortar directamente a la penitencia, dice, como quien no necesita detenerse en explicar algo que se sabe asumido y vivido, «queriendo, pues, el Señor que todos los que Él ama tengan parte en la penitencia».

Es, pues, un deseo del Buen Dios, que ama a su criatura –a su criatura real, a la que es de determinado modo (y que Él conoce mejor que nadie)–, el darnos algo que, antes de su Venida en carne, o no era posible o era imperfecto.

Dicho esto, cabe hacerse algunas preguntas. ¿Qué es, en concreto, hacer penitencia? ¿Por qué es necesario? ¿Por qué es una Buena Noticia el poder tomar parte en ella? ¿Qué añade nuestra penitencia al perdón de Dios o al sacramento de la Penitencia?

A estas cuestiones, claro, habría que anteceder una: ¿Qué es de verdad el pecado? o ¿qué pasa realmente cuando uno peca? Huelga decir que la doctrina católica sobre la penitencia no se entenderá sin atender al pecado en toda su hondura y consecuencias, y que una ideología que niegue el pecado o lo reduzca ridículamente, será ciega a lo que la Iglesia y la recta filosofía han dicho y vivido sobre este tema. Con todo, no desarrollaremos aquí estas cuestiones. Baste con retener que el pecado es de tal naturaleza y alcance que la medicina para el mismo han sido la Encarnación y la Pasión del Hijo de Dios y que, en la lucha contra él, Dios ha querido contar con nuestra libre cooperación.

Respecto de la penitencia, santo Tomás, asumiendo y clarificando la doctrina católica y la filosofía perenne, explica que esta es, antes que un sacramento y además de una pasión, una virtud propia y especial (S. Th. III, q. 85, a. 1), emparentada con la justicia (III, q. 85, a. 3).

El solo hecho de que la penitencia pertenezca al «selecto club» de las virtudes, nos hace comprender que estamos ante algo con lo que, primero, Dios nos ha dotado creaturalmente (es decir, que está en nuestra naturaleza y no podemos renunciar a ello), y, segundo, que se sitúa bajo el gobierno de la voluntad (cf. III, q. 85, a. 4, resp.). La penitencia, por tanto, es susceptible de ser ordenada al fin último de la existencia y forma parte de nuestra perfección y santidad. También, por el contrario, puede vivirse mal y devenir en vicio.

Falta ahora precisar su contenido específico. Digamos, por un lado, que es propio de la virtud de la penitencia (y, por lo tanto, de nuestra naturaleza) arrepentirnos (dolernos) de una mala acción cometida por nosotros. Es un dolor que es bueno (no una patología, como defienden ciertas ideologías), porque «está conforme con la recta razón el que uno se duela de lo que debe dolerse» (III, q. 85, a. 1, resp.). Es decir, la penitencia, aunque duele, es una buena reacción al mal cometido libre y voluntariamente, al pecado.

Aquí ya empieza a dibujarse un panorama realmente luminoso y esperanzador. Tras la peor acción que podemos cometer –el pecado–, se puede y se debe hacer algo bueno, algo en la línea de su reparación. Y este propósito de reparación no es algo ajeno a nuestra naturaleza; al revés, lo llevamos inscrito en el corazón. Estamos hechos para que, si hacemos el mal, este nos duela y tratemos de repararlo: que no nos conformemos fatalistamente, que no lo neguemos, que no huyamos. Así de bien nos ha hecho Dios. Por lo tanto, si Dios, por una supuesta misericordia, nos dispensara de hacer penitencia, estaría vulnerando cómo nos ha creado, estaría violentando nuestra naturaleza, a la vez que estaría desnaturalizando el perdón. Nos haría un flaco favor y se contradeciría a Sí mismo.

Ahora bien, esta reparación para la que estamos orientados ni se puede hacer de cualquier modo (la idea de virtud implica la de orden objetivo) ni era posible propiamente antes de Cristo.

En efecto, como el pecado es un tipo de mal que afecta a la misma relación con Dios, quedando fuera de nuestro alcance su plena reparación, si Cristo no hubiera llevado a cabo la Redención, todo esfuerzo por nuestra parte habría sido absolutamente insuficiente. Empezamos ahora a entender las maravillosas resonancias que tiene, en un corazón y en una mente sensatos, el anuncio por parte del mismo Dios hecho carne de que ha llegado el tiempo de hacer penitencia. Eso solo puede significar una cosa. Que Cristo va a hacer la parte exclusiva de Dios –cargar con la culpa del pecado y la pena eterna del mismo– y que, por tanto, ya tiene sentido que el hombre haga su pequeña e irrenunciable parte respecto de la pena temporal del pecado. Ahora también intuimos la desesperación pagana respecto a la posibilidad de hacer frente al pecado, así como el sinsentido con el que las ideologías modernas contemplan la culpa, dando pendulazos entre su negación y su fatalismo.

Demos un paso más. Decíamos que la penitencia conlleva un dolor, aunque no se agota en él. En efecto, para que la penitencia sea virtud no basta con dolerse, ni con dolerse de cualquier modo, ni con solo dolerse. Ha de dolerse del pecado «en cuanto ofensa de Dios» (III, q. 85, a. 2, resp.), con un dolor «moderado» (III, q. 85, a. 1, resp.) «de desagrado y reprobación de lo ocurrido», y este dolor debe ir acompañado de «la intención de eliminar las consecuencias [del pecado], o sea, la ofensa de Dios y el débito de la pena» (III, q. 85, a. 2. ad 1).

El dolor, por tanto, no es un mero dolor de vergüenza por lo que los demás piensen o por las solas consecuencias materiales negativas. Tampoco es un «dolerse de lo ya hecho con la intención de procurar que no haya sido hecho», lo cual, como asevera el Aquinate, «esset stultum», sería una tontería (IIIa, q. 85, a. 1 ad 3). Ni es «el mero disgusto del pecado pasado», acto que pertenece directamente a la caridad (IIIa, q. 85, a. 2. ad 1). Todas estas formas de dolor no acallarían nuestro bendito sentimiento de culpa porque no estarían respondiendo a la verdad de lo que nos ha pasado al pecar ni a las exigencias de la justicia.

Además, esa intención reparadora que debe acompañar a este dolor debe estar en consonancia con la verdad de nuestra naturaleza y de la relación entre la misma y la gracia de Dios. Es decir, el empeño de reparar el pecado cometido no puede ser ni prometeico ni quietista, sino propiamente católico, contemplando los pecados «en cuanto que son reparables por el acto del hombre que coopera con Dios a su justificación» (IIIa, q. 85, a. 2. ad 2). O, dicho de otro modo, «la penitencia excluye todos los pecados de una manera efectiva esforzándose en la destrucción del pecado, en cuanto que es remisible con la gracia divina y la cooperación del hombre» (IIIa, q. 85, a. 2. ad 3). En efecto, nuestra intención de reparar debe saber distinguir lo que nos corresponde a nosotros y lo que le corresponde a Dios.

Siguiendo con santo Tomás, podemos, en fin, completar la idea de penitencia diciendo que esta «virtud especial», que pertenece a la «justicia relativa» y por la que el penitente «se duele del pecado cometido en cuanto ofensa de Dios», incluye el «propósito de enmienda». Esta enmienda «no se realiza solamente con la sola cesación de la ofensa, sino que exige además una compensación», compensación, se entiende, que no puede ser como la que se da a un igual, pues es Dios el ofendido. (III, q. 85, a. 3, resp.)

Como se ve, la verdad de las cosas ha desplegado una armónica cadena de actos: asunción de la responsabilidad ante el mal cometido > dolor ante el mismo en cuanto ofensa de Dios > intención de repararlo > propósito de enmendarse uno para no volver a cometerlo > y satisfacción del daño causado. Todo esto implica la virtud de la penitencia, que también es gracia, porque Él nos la posibilita y ayuda a vivir.

Muchas cosas quedarían por decir, como la vivencia concreta de la penitencia o su relación con el sacramento de la Confesión, o cuánto debe durar o cómo se conecta con el resto de virtudes. Pero baste con esta primera aproximación para suscitar en nosotros el agradecimiento a Dios por el don inmenso de poder acometer esta tarea, dolorosa y gozosa. Sirva también para movernos al deseo la misma y para pedirle a Dios, sensatamente, como hace el sacerdote en la preparatio ad Missam, que Él, que todo lo puede y que tanto nos quiere, nos conceda «spatium verae poenitentiae»: espacio (tiempo, lugar, posibilidad) de hacer verdadera penitencia. Así sea.