Si el Señor no edifica la casa

David de Haedo Sánchez, Capítulo Ntra. Sra. de los Desamparados / S. Francisco Javier

Cerca ya de la tercera edición de la peregrinación de Nuestra Señora de la Cristiandad a Covadonga, a nadie con los ojos de la fe le ha pasado desapercibida la catarata de bienes de todo tipo que el Señor ha derramado sobre los participantes, organizadores y orantes, en estos últimos dos años. La propagación de la liturgia romana tradicional y las santas costumbres inmemoriales de la Iglesia, según los usos locales; la aglutinación de los fieles, devotos de la tradición multisecular de oración y piedad, estableciendo una red de verdadera caridad en nuestra amada patria; los beneficios, en fin, colectivos e individuales, derivados del ofrecimiento de la penitencia y dureza del camino y los días de marcha, la ardorosa intimidad con Cristo Eucaristía, las rosas entregadas a Nuestra Señora a modo de canciones y rosarios. Un largo etcétera que a la Providencia sapientísima del Señor confiamos para que, con la mediación de la Santísima Virgen María, redunden sobreabundantemente sobre toda la catolicidad.

Todos los participantes tenemos en la proximidad de nuestro capítulo, sin embargo, ejemplos sutilísimos de la misericordia divina que ya en esta vida se digna a regalarnos, como prenda por el ciento por uno prometido y bálsamo de nuestras debilidades. Conversiones a la verdadera fe, inflamación de la piedad y purificación de las costumbres, noviciados y consagraciones al estado religioso; todo excelencias y primicias de la vida eterna que anticipan la beatitud. También, y aun en estos tiempos aciagos de delicuescencia moral y degradación contra natura de las realidades más elementales, o tal vez por ello, el Señor adorna a su Iglesia con jóvenes matrimonios decididamente entregados a sostenerla con sus hijos, a honrarla en sus familias y a defenderla en el mundo; Dios suscita con su gracia, tomando la débil materia de nuestras pasiones, corazones enardecidos por embellecer e iluminar, de entre la miseria moderna, la santa función de la familia y el amor conyugal para mayor gloria de Su Nombre y bien de las almas, y da su bendición con el sacramento conveniente.

Así, como realidad ordenada sacramentalmente, es un signo visible de la unión invisible entre Cristo y su Iglesia, como glosa Santo Tomás: «[…] Y así como en los otros sacramentos las ceremonias externas representan algo espiritual, también en éste se representa la unión de Cristo con la Iglesia por la del hombre y la mujer, según el dicho del Apóstol: “Gran sacramento es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia”. Y como los sacramentos producen lo que figuran, se ha de creer que por este sacramento se confiere a los contrayentes la gracia, que les hace pertenecer a la unión de Cristo y de la Iglesia; la cual le es muy necesaria para que, al buscar las cosas carnales y terrenas, lo hagan sin perder su unión con Cristo y con la Iglesia. Luego, como por la unión del hombre y la mujer se designa la unión de Cristo con la Iglesia, es preciso que la figura responda al significado. Ahora bien, la unión de Cristo con la Iglesia es de uno con una y para siempre: la Iglesia es una, según aquello de los Cantares: “Es única mi paloma, mi perfecta”; y jamás se separará de Cristo, porque Él mismo dice: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del tiempo”; y más: “Estaremos siempre con el Señor”, como se dice en la primera a los de Tesalónica. En consecuencia, es necesario que el matrimonio, como sacramento de la Iglesia, sea de uno con una y para siempre. Y esto pertenece a la fidelidad que hombre y mujer mutuamente se obligan. Luego tres son los bienes del matrimonio como sacramento de la Iglesia, a saber: la prole, que ha de ser recibida y educada para el culto divino; la fidelidad, en cuanto que un solo hombre se compromete con una sola mujer, y el sacramento tal, que da a la unión conyugal la indisolubilidad, por ser sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia»[1].

De esta predicación, con la que la Iglesia ha venido instruyendo a generaciones de católicos en la bondad del matrimonio, quedan apenas los rescoldos languidecientes de las vaguedades actuales. La bondad del matrimonio, digo, que hunde sus raíces en la naturaleza más elemental del hombre, la diferencia sexual, que es una realidad subsistente y que, por tanto, está ordenada a sus propios fines, fundamento de los bienes correspondientes: procreación y educación de la prole y ayuda mutua. Todos procedemos mediante generación de la unión de nuestros padres, constituyendo una familia, y es la familia el principio y parte mínima de la vida política, de la ciudad. Siguiendo a San Agustín: «Dado que cada persona en concreto es una porción del género humano y la misma naturaleza humana es de condición sociable, síguese de ello una grande excelencia natural, como es el vínculo solidario de la amistad entre todos los hombres. Y esta es la razón por la que plugo a Dios el que de un hombre dimanaran todos los demás hombres, a fin de que se mantuviesen en la sociedad por ellos constituida no solo aunados por la semejanza de la naturaleza, sino también y principalmente por los lazos del parentesco. La primera alianza natural de la sociedad humana nos la dan, pues, el hombre y la mujer conyugados»[2].

Por tanto, cimentado sobre el libre consentimiento de los contrayentes, se establece un contrato vinculante de forma vitalicia de unión de cuerpos y almas para formar una sociedad de vida doméstica, el cual, tomada la unión en sí misma, siempre viene de Dios, bien por haber constituido la naturaleza de los hombres en lo que respecta al matrimonio natural, bien por haber instituido la Iglesia en lo que respecta al sacramental. Nosotros, como bautizados y jurídicamente vinculados a la Iglesia, con humildad y devoción filial acudimos al sacramento, excelencia del matrimonio, para purificar nuestra voluntad y entendimiento y solicitar los auxilios divinos que sublimen las debilidades de la carne; porque «Si el Señor no edifica la casa, / en vano trabajan los que la construyen. / Si no guarda el Señor la ciudad, / en vano vigilan sus centinelas»[3].

En este mes de junio, dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, y el próximo julio, consagrado a la Preciosísima Sangre de N.S. Jesucristo, dos noviazgos fruto de la peregrinación culminarán, Dios mediante, en sendos matrimonios. Desde este momento se solicita la oración firme y decidida en el nombre de Cristo, por quien todo nos será dado, de todos los lectores de este Boletín que tanto y tan bien nos instruye, de los fieles y adeptos a la liturgia tradicional, de laicos, religiosos y sacerdotes, de la Iglesia toda, por la santidad del matrimonio, por la fidelidad de los futuros esposos y por la fecundidad y protección de la familia en este mundo sediento de paz, amor y bondad, en la Verdad. Acogidos como esclavos a la intercesión de la Santísima Virgen y abandonados en siempre imperfecta consagración a la voluntad del Altísimo, llevaremos como insignia y estandarte en nuestras familias al Apóstol Santiago, a la Santina de Covadonga y a Jesucristo Rey.

Psalmi 127

1Beati omnes qui timent Dominum, qui ambulant in viis ejus.
2Labores manuum tuarum quia manducabis: beatus es, et bene tibi erit.
3Uxor tua sicut vitis abundans in lateribus domus tuae; filii tui sicut novellae olivarum in circuitu mensae tuae.
4Ecce sic benedicetur homo qui timet Dominum.
5Benedicat tibi Dominus ex Sion, et videas bona Jerusalem omnibus diebus vitae tuae.
6Et videas filios filiorum tuorum: pacem super Israël.

[1] C.G., IV, 78

[2] De Bono Coniugali, I

[3] Sal 126, 1

She Is Not Gone, Daniel F. Gerhartz. 2011.

PUBLICADO EN EL BOLETÍN «LAUDATE» Nº21 – JUNIO 2023